BLANDINO.
Cuando uno visita el velorio se llena de muertos. Las lágrimas son más dulces de lo que recordamos y las piernas más sexy. Besamos a la viuda pero a la hija la besamos y la abrazamos un poco más fuerte, a veces aprovechamos la estrechez de sitio para quemarla un poquito con el pene semierecto. Semi, porque nos da verguenza una erección completa y es que llenar del líquido de la vida el falo produce un remordimiento sucio, sobre todo cuando celebramos la muerte de un ser (no sabemos cuan querido). Decimos que sí muchas veces, a cualquier cosa. Urgamos en lo más recóndito de nuestras memorias, un gesto, una frase, un chiste, puede ser incluso hasta una pieza de ropa que el muerto llevara en vida, lo que sea que nos permita decir algo bueno del desdichado. A veces incluso decimos cosas malas de la vida, su trabajo, sus amigos, su familia o su pareja para justificar que era más valioso que su alrededor. Nunca el café está lo suficientemente bueno, pero es gratis. Todo el mundo se dice que está más flaco (ya sea por el color-el negro reduce-, o por decir algo bueno en un momento tan adverso). Llega un momento en que vemos el reloj aunque hayamos preguntado la hora hace cinco minutos. Luego, cuando nos vamos, nos despedimos le damos otro beso a la viuda, otra quemadita a la hija y vemos el muerto con la cara rígida y la mueca triste, mientras nos acercamos para echar un último vistaso (con un poco de morbo y un raro alivio) pensamos –qué mala suerte que se murió y que bueno que no fui yo.
(diciembre veinticinco del nueve nueve)
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