Ojo por ojo.
Nunca le había pasado aquello, ni le pasaría otra vez.
Caminó por la tarde de un domingo cansado por la acera sucia donde los mendigos escupen y las doñas estrenan tacos comprados en tiendas de la duarte. Venía un poco sonámbulo de problemas, deudas del banco y los interminables papelitos en la calle le recordaban los vouchers de la tarjeta y los recibos de la luz. Iba a comer un huevo sancochado que le ofreció la señora de los yanikekes cuando pateó por accidente, con sus zapatos negros, un ojo.
La esfera que rodó se detuvo mirándolo. Era un ojo de alquien, de un muerto pero parecía estar vivo. Se volteó a ver si había algun tuerto cerca. No lo encontró. Entonces se acercó, el ojo lo miraba más penetrante, culpándolo de alguna extraña manera, lo topó con la punta del zapato. El ojo no pestañó, no porque no quisiera sino porque no tenía pestañas. Lo volvió a tocar. No pasó nada. Entonces lo aplastó. Plosh. Salió como un líquido acuoso amarillento que se fue por la alcantarilla. En ese mismo momento el derramó una lágrima. Luego otra. Y otra. De repente le salían cataratas de los ojos. Era como si sus ojos lloraran la pérdida de un amigo íntimo. El, llorando, caminó. Pasó por delante de tiendas que decían 2x1. En una vitrina alcanzó a verse. Notó algo que lo preocupó, se acercó. Un negro que corría con una señora gorda detrás lo golpeó para pasar, luego la gorda le dió con un pedazo de su nalgota. El cayó torpemente sobre la vitrina. Los vidrios se le clavaron en todas partes con alebosía. Uno, premeditado, encontró el ojo derecho.
Y lo perdió.
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